sábado, julio 21, 2007

Una de molcajete por dos de maciza

Ahí estaba mi hermano sobre la rampa, meduso de palidez y congoja, como paquete de carne molida. En sus ojos de melodía a tambor, radiaba la furia de diez mil pastas perfectamente cocinadas “al dente” y no paraba de injuriar con lujo de almohada, desde su trémula voz de color manchado. Vacilaba en trazos eléctricos, su cabeza de un lado para el otro, puerta cerrada, gaje de algún oficio. El susto de su boca, al que estaba yo acostumbrado de tanto cacarearlo en finos hilos desde un espejo de otra ingrata índole, sólo atinaba a producirme los metales de la luz; de ese juguetón intento de persianas. Pero nada ahí me debía sugerir la prisa, ni la risa.
“Debió ser un desastre menor”, dijo cándida mi abuela, cuando se percató, desde el mar y fragata, camarón avispado, ojo de agua y fotografía perenne, que si bien mi hermano se partía en anillos dorados, ahí estaba, había llegado, no se había quedado, alelado. Ahora, más que paquete de carne molida sobre la rampa, el semblante se le fue dibujando en chispas, redondas pero ásperas, pero no en algún infierno de hoja de papel, muleta y helado. Un entripado lo atravesaba como a una reja un mapamundi y toda la vecindad salieron como botes de basura repletos, digamos que como bocinas de cartón, para ver lo que ahí ocurría; sandeces, mendaces.
“Cosa de nada”, insistía la abuela, “es hora de regresar a casa y no de estar como plumas y chayotes ahí mirando, como si no hubiera el parabrisas de cosas por las cuales en verdad estar alarmados”. Ya en corto, como una visión como un derrumbe, junto a mí, con voz tenue como la de un edificio de oficinas, me susurró entre tímida y temida, medida perfecta, “la de chismosos en este vecindario, parecen sacos de zanahorias”. Entendí a la perfección, ciclón bullerías y camisolas, pues no hacía ni un año algo similar me había ocurrido a mí. Un año atrás, bufón de epazote, hierba de granito y planeta lejano, ahí estaba yo en la rampa, como un chile relleno, bandolero, porra aporreada, apenado de la miseria en que había dejado todo aquello; digamos que parecía un lavabo de hotel con jeringa de zapotes. Atroz... y mucho arroz, qué precoz. A otra cosa mariposa... a mi hermano.
Ya más tranquilo mi hermano, calmado como ventanal y tinta, nos contó lo que había sucedido, pasado, sin asado pretendido. Salía de la casa de Sandrita, manita, caserón, esa enorme bicicleta en plena Condesa, ya entrada la noche, en coche, oscura como línea telefónica, oscuro al final de cuentas. Eso, sin yeso, había sido no más que una reunión pequeña, algo así como un zorrito y chicote de reunión, pequeña, para celebrar el cumpleaños de la mamá de Sandrita, manita, y un señorón, en caserón, que parece estuche de lentes, así nomás, un capataz. Mi hermano dice que no, y que no, así dice, pero bien mi abuela sabe (más sabe el cinturón de cuero por viejo que por sabio) que se le pasaron las copitas, bobitas, de anís. Y si bien las sirven pequeñas como pechos de ternera, no en reguera, en casa de Sandrita consienten a mi hermano como a un telar, velar, y jamás le niegan la que sigue, o como dice el papá de manita Sandrita, la de la macana. La abuela sabe, entre pecho y macana, lo que le da la gana.
Mi hermano dice que no, pero la abuela que “no mangos, meros cachetones, petacones, mangos que no”, salió medio borracho, ebrio medio, como tez de filósofo, de aquella casa, caserón manita, de Sandrita. Manejó por la calle de Atlixco volado, embalado, alado, como un roble digamos, como una mesa de billar, y en la vuelta a la derecha en Alfonso Reyes, güeyes, le pegó a la banqueta, tan poco coqueta, con una de tantas... llantas. Imaginé que debió dejar unas marcas, como arcas, como de paleta helada, como tule, de hule; pero mejor no dije nada, que a mí ya me ha pasado. Siguió al volante, no caminante, mi hermano, rodando con la rueda dando giros, vivos, como codorniz, como hacen los cangrejos en los platos tibios, nimios, se vino a vuelta suelta de rueda hasta nuestra casa, casi calabaza. Por eso, no más en la rampa, trampa en medio de nuestra calle, testigo de la inmovilidad sin igual final del auto, mi hermano estaba que echaba manijas, cadenas y muñecos; no lo calentaba ni un zapato... barato.
Al final de cuentas, como siempre en estos casos, ocasos, por demás biológicos, ilógicos, la abuela le aseguró a mi hermano que si bien tendrá que parafernarlias con los permisos (serán días lisos), y dedicarle menos tiempo a la novia (Sandrita, manita), ella sacaría de las examinaciones y los pasamanos, lo necesario para componer el gorro, descuadrar el círculo cuadrado, la vuelta suelta. Así fue conmigo el año pasado; pero de cualquier continente no me cayó la idea, digamos que me galletó un poco, qué hosco. En fin; no pasó a mordidas y todos estamos bien y aluminio. Así fue aquel día que mi hermano estaba en la rampa, meduso de palidez y congoja, como paquete de carne molida, mi vida.
El Güero 2004.

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