sábado, julio 21, 2007

Terrorismo. No hay inocentes aquí.

Así como Eróstato buscó la inmortalidad prendiendo fuego al Templo de Artemisa en Éfeso, una de las 7 maravillas del mundo, según el poeta Antipater de Sidón, Piero Cannata la logró con la minúscula idea de acabar a martillazos al Rey de los Judíos; no a Cristo, sino al David en su versión de Miguel Ángel y mármol. También lo ha logrado azotándole una infantil pincelada al cuadro “Senderos ondulados” de Jackson Pollock.
Es cierto: los actos terroristas basan su efectividad, o impacto, en el potencial, o realización, de daños sobre personas no directamente responsables de la causa defendida. Sin embargo, la afirmación de que en tal o cual acto terrorista se atentó contra la vida, o integridad física, de inocentes, dista de ser verdad y dista también de ser útil. El terrorismo, como estrategia, sólo muestra desesperación, encrucijada, situaciones con muchas entradas, pero pocas, o ninguna, salida. El predominio de este orden de cosas, en el que el mundo desesperadamente necesita de un respeto absoluto a su diversidad, por demás en franca merma, tanto el respecto convivencial como la diversidad, sólo apunta a que en esta Tierra nuestra, nadie es inocente. En la medida en que esto quede claro, y la responsabilidad frente al terrorismo sea no sólo una estrategia de persuasión armamentista, o electorera, sino un cambio de paradigma en la relación entre sociedades e individuos, tal vez entonces logremos avanzar frente a esta aberración y terminar por siempre con sus nefastos estragos. Parece que la estupidez universal se ha infiltrado en la manera en que los seres humanos, y las sociedades, se relacionan. Se necesito de una violenta reacción, desmedida e injusta tal vez, para sacudir las conciencias; no acudir al llamado violento, pero llamado al fin, será equivalente a acelerar la desaparición de toda viabilidad social en el futuro cercano. Es cierto: la premisa es, y seguirá siendo, no negociar con terroristas; una parte del cambio de paradigma social nos debe dejar eso claro, y prepararnos para enfrentar las consecuencias de esta decisión vital. Pero también es cierto que lo urgente, indispensable, es eliminar de tajo los caldos de cultivo para el terrorismo. Y no me refiero a eliminar poblaciones enteras de fundamentalistas islámicos, vascos o de cualquier otra índole; a lo que me refiero es a eliminar, como sociedades, las necesidades, las preguntas, las exclusiones, a las que sólo los fundamentalismos parecen responder... aunque lo hagan de la manera más funesta. Parece una mentira, por demás cruel, que las democracias del mundo sean tan patentemente incapaces de incluir, de preservar, de armonizar, de responder; parece una mentira porque eso sólo mina su viabilidad. Y de eso, todos somos responsables; nadie, NADIE, es inocente.
Estimado Sr. Sarmiento,
He leído su columna “Terrorismo” del día de hoy, y tiendo a estar de acuerdo con su visión sobre el terrorismo. Sin embargo, quiero hacer un breve comentario que me parece útil para complementar su escrito:
Los actos terroristas calculan el impacto que tendrán, así como la efectividad de sus acciones, en el daño que pueden causar sobre la vida, o integridad, de personas no directamente responsables de las decisiones que los atañen y afectan. Sin embargo, esto dista mucho de la afirmación de que los actos terroristas afectan “inocentes”. Un acto terrorista, y en general el terrorismo, es producto de la desesperación; ya sea ésta producto del entendimiento nulo, de la exclusión inaceptable o de la opresión constante. En regímenes democráticos, así como en los no-democráticos, el entendimiento nulo, la exclusión inaceptable y la opresión constante, son “enfermedades” de la sociedad, no características inherentes a sus gobiernos. Lo mismo en los ámbitos nacionales, que en la convivencia global.
Y no cabe duda: en el mundo cada vez más personas están gobernadas bajo regímenes democráticos. Pero parece mentira, y cruel por cierto, que es precisamente bajo estos esquemas de convivencia social, que los objetivos colectivos de preservar, incluir y armonizar, no sólo no se estén logrando, sino que aparentemente se alejan de ser una realidad. Al menos si lo vemos por la proliferación del terrorismo que usted ya ha señalado en su columna.

Estimado Sr. Sarmiento,
He leído su columna “Terrorismo” del día de hoy, y tiendo a estar de acuerdo con su visión sobre el terrorismo. Sin embargo, quiero hacer un breve comentario que me parece útil para complementar su escrito:
Los terroristas calculan el impacto que tendrán, así como la efectividad de sus acciones, en el daño que puedan causar sobre la vida, o integridad, de personas no directamente responsables de las decisiones que los atañen y afectan. Sin embargo, esto dista mucho de la afirmación de que los actos terroristas afectan “inocentes”. Un acto terrorista, y en general el terrorismo, nace de la desesperación; ya sea ésta producto del entendimiento nulo, de la exclusión inaceptable o de la opresión constante. El entendimiento nulo, la exclusión inaceptable y la opresión constante, son “enfermedades” de la sociedad, no características inherentes a sus gobiernos. Parece mentira, y cruel, que las democracias actuales no quieran aspirar, muchos menos puedan lograr, la inclusión, la armonía y la preservación. Aquí todos somos culpables; no hay inocentes. Por eso, yo propongo, de ahora en adelante, afirmar que tal o cual acto terrorista, “afectó a cientos, o miles, de apáticos”.
Gracias,
Luis F. Guadarrama

Una de molcajete por dos de maciza

Ahí estaba mi hermano sobre la rampa, meduso de palidez y congoja, como paquete de carne molida. En sus ojos de melodía a tambor, radiaba la furia de diez mil pastas perfectamente cocinadas “al dente” y no paraba de injuriar con lujo de almohada, desde su trémula voz de color manchado. Vacilaba en trazos eléctricos, su cabeza de un lado para el otro, puerta cerrada, gaje de algún oficio. El susto de su boca, al que estaba yo acostumbrado de tanto cacarearlo en finos hilos desde un espejo de otra ingrata índole, sólo atinaba a producirme los metales de la luz; de ese juguetón intento de persianas. Pero nada ahí me debía sugerir la prisa, ni la risa.
“Debió ser un desastre menor”, dijo cándida mi abuela, cuando se percató, desde el mar y fragata, camarón avispado, ojo de agua y fotografía perenne, que si bien mi hermano se partía en anillos dorados, ahí estaba, había llegado, no se había quedado, alelado. Ahora, más que paquete de carne molida sobre la rampa, el semblante se le fue dibujando en chispas, redondas pero ásperas, pero no en algún infierno de hoja de papel, muleta y helado. Un entripado lo atravesaba como a una reja un mapamundi y toda la vecindad salieron como botes de basura repletos, digamos que como bocinas de cartón, para ver lo que ahí ocurría; sandeces, mendaces.
“Cosa de nada”, insistía la abuela, “es hora de regresar a casa y no de estar como plumas y chayotes ahí mirando, como si no hubiera el parabrisas de cosas por las cuales en verdad estar alarmados”. Ya en corto, como una visión como un derrumbe, junto a mí, con voz tenue como la de un edificio de oficinas, me susurró entre tímida y temida, medida perfecta, “la de chismosos en este vecindario, parecen sacos de zanahorias”. Entendí a la perfección, ciclón bullerías y camisolas, pues no hacía ni un año algo similar me había ocurrido a mí. Un año atrás, bufón de epazote, hierba de granito y planeta lejano, ahí estaba yo en la rampa, como un chile relleno, bandolero, porra aporreada, apenado de la miseria en que había dejado todo aquello; digamos que parecía un lavabo de hotel con jeringa de zapotes. Atroz... y mucho arroz, qué precoz. A otra cosa mariposa... a mi hermano.
Ya más tranquilo mi hermano, calmado como ventanal y tinta, nos contó lo que había sucedido, pasado, sin asado pretendido. Salía de la casa de Sandrita, manita, caserón, esa enorme bicicleta en plena Condesa, ya entrada la noche, en coche, oscura como línea telefónica, oscuro al final de cuentas. Eso, sin yeso, había sido no más que una reunión pequeña, algo así como un zorrito y chicote de reunión, pequeña, para celebrar el cumpleaños de la mamá de Sandrita, manita, y un señorón, en caserón, que parece estuche de lentes, así nomás, un capataz. Mi hermano dice que no, y que no, así dice, pero bien mi abuela sabe (más sabe el cinturón de cuero por viejo que por sabio) que se le pasaron las copitas, bobitas, de anís. Y si bien las sirven pequeñas como pechos de ternera, no en reguera, en casa de Sandrita consienten a mi hermano como a un telar, velar, y jamás le niegan la que sigue, o como dice el papá de manita Sandrita, la de la macana. La abuela sabe, entre pecho y macana, lo que le da la gana.
Mi hermano dice que no, pero la abuela que “no mangos, meros cachetones, petacones, mangos que no”, salió medio borracho, ebrio medio, como tez de filósofo, de aquella casa, caserón manita, de Sandrita. Manejó por la calle de Atlixco volado, embalado, alado, como un roble digamos, como una mesa de billar, y en la vuelta a la derecha en Alfonso Reyes, güeyes, le pegó a la banqueta, tan poco coqueta, con una de tantas... llantas. Imaginé que debió dejar unas marcas, como arcas, como de paleta helada, como tule, de hule; pero mejor no dije nada, que a mí ya me ha pasado. Siguió al volante, no caminante, mi hermano, rodando con la rueda dando giros, vivos, como codorniz, como hacen los cangrejos en los platos tibios, nimios, se vino a vuelta suelta de rueda hasta nuestra casa, casi calabaza. Por eso, no más en la rampa, trampa en medio de nuestra calle, testigo de la inmovilidad sin igual final del auto, mi hermano estaba que echaba manijas, cadenas y muñecos; no lo calentaba ni un zapato... barato.
Al final de cuentas, como siempre en estos casos, ocasos, por demás biológicos, ilógicos, la abuela le aseguró a mi hermano que si bien tendrá que parafernarlias con los permisos (serán días lisos), y dedicarle menos tiempo a la novia (Sandrita, manita), ella sacaría de las examinaciones y los pasamanos, lo necesario para componer el gorro, descuadrar el círculo cuadrado, la vuelta suelta. Así fue conmigo el año pasado; pero de cualquier continente no me cayó la idea, digamos que me galletó un poco, qué hosco. En fin; no pasó a mordidas y todos estamos bien y aluminio. Así fue aquel día que mi hermano estaba en la rampa, meduso de palidez y congoja, como paquete de carne molida, mi vida.
El Güero 2004.

Lo que pasó. Sólo lo que pasó. Para no olvidar; para no seguir recordándolo.

El Torito (notas sobre un domingo cualquiera)
Sábado, algún día de agosto que no supe y que eso sería utilizado en mi contra. Después de varios días de mentiras, tardes largas y mucho alcohol, en la cresta del dolor, y con varias paradas intermedias, entraba a la ciudad de noche. Demasiado de todo, como es común en la ciudad, y como es común en mi cuerpo enfermo; a menos de doscientos metros de la casa, de mi refugio, de mi cielo, y con la bolsa cargada de pertrechos para ya no salir (algo ya intuía, algo era claro en el ambiente; las señales estaban ahí y, si bien las entendí y no decidí ignorarlas, tal vez bajé la guardia con cierto olvido), el operativo instalado donde jamás. No había manera de hacerse a un lado; el preventivo copaba el carril completo rifándose el físico. Accedí bajo quién sabe qué premisa, porque en verdad estaba más allá de cualquier duda, el que por mucho pasaba los límites prudenciales de manejo. Sin embargo, y a pesar de saber que mi situación estaba perdida, accedí con algo que podría confundirse fácilmente con “agrado”. Por supuesto, la prueba rebasa en más de dos los límites de alcohol en el aliento.
El coche debía ser remitido al corralón o, en su caso, podría ser entregado a un familiar o amigo. Lo primer que se me ocurrió, dada la cercanía con la casa, es que lo lleváramos ahí, que lo dejara bien cerrado en el lugar de costumbre, y de ahí a enfrentar lo que debiera yo enfrentar. Por supuesto, eso era imposible; si ya haber llegado hasta ahí era suficiente penalización, imposible que manejara esos doscientos metros adicionales. ¿Porqué no, entonces, que un oficial llevara el auto y de ahí a lo que siguiese? Imposible; testarudez, combinada con mucha idiotez, hacían la propuesta todavía más improcedente que la inicial, que de sí cargaba con un alto contenido de imposibilidad. Pues a llamar a la Madre, algo que quise evitar a toda costa. Llegó en muy poco tiempo; mientras, el auto seguía ahí, junto a mi estampa, en la avenida a doscientos metros de mi casa... sólo ahora caigo en la cuenta de que mucha gente, que de una manera u otra me conoce, debió verme ahí, custodiado, eso sí con amabilidad, por la policía y en evidente estado de ebriedad y falta administrativa contra la ley y las buenas prácticas de convivencia. Al final llegó la Madre, se llevó el auto, y fui conducido, en patrulla, hasta las oficinas de primer ingreso y dictamen de sentencia.
Por vez primera en mi vida como truhán de poca monta, y alcohólico empedernido, me fueron requisadas mi pertenencias y puestas a resguardo mientras me ingresaban en una celda. Dos o tres personas más estaban ahí; no lo recuerdo bien. Pero a medida que la noche avanzaba (yo entré a la media noche), la gente se amontonaba y fue necesario abrir una segunda celda. Ahí, en el piso, junto a cuerpos sucios y alcoholizados, debajo de una especie de letrina de aluminio y concreto, intentamos dormir; interrumpidos por los comentarios sarcásticos de los oficiales de turno y pacotilla, y a presentarnos ante el Juez de lo Civil. La Juez de lo Civil, al final de cuentas.
Las sentencias tienen una correlación exacta con el resultado de la prueba de aliento; y sólo marginalmente se ven acotadas, o ampliadas, por cuestiones como el comportamiento demostrado durante el procedimiento de remisión. Unas pruebas, entre las que se contaba cerrar los ojos e intentar piruetas que ya de sí son difíciles bajo el más puro estado de abstención, así como decir en voz alta el día que transcurría, confirmaron el diagnóstico inicial. Estaba yo perfecta, e ilegalmente, ebrio cuando conducía un vehículo... aunque fuera a doscientos metros de mi hogar. Todo ello ameritaba una penalización en grado mayúsculo; sin embargo, debido a mi comportamiento, sólo estaría 24 horas purgando mi cruda en una inconmutable situación de encierro. Ahora sólo faltaba dictar sentencias todos los demás, y seríamos trasladados a un lugar donde contaríamos con más facilidades para nuestra estancia de privación de la libertad. En más de una ocasión llegaban a los separos personajes en el más perfecto estado de ebriedad, unos con la culpa a cuestas ya desde ahí, otros con la fiesta de la inconciencia de dónde estaban. Como el chico que llegó cantando, anunciando con la imprudencia de su clase social que ese día era su cumpleaños.
Nos trasladaron en una Julia; camioneta de fama nacional cerrada, oscura y carente de ventilación. No llevarían a un lugar que, en ciertos círculos, gozaba de reputación mítica: el Torito, en la México – Tacuba. Salimos de los separos por orden de llegada, lo que me permitió, una vez recogidas todas mis pertenencias, contar con un lugar en las bancas de madera dentro de la Julia. Sin embargo, por alguna omisión de los preventivos, y que en su momento me hizo pensar que sería yo librado de todo el asunto, me llamaron y me sacaron de la Julia. A firmar unos papeles; nada más. De nuevo a la Julia; pero llena ya. Al suelo, en medio del concierto más pestilente de bocas en proceso de descomposición alcohólica, a las seis y media de la mañana rumbo al Torito. Cuarenta minutos después estábamos afuera del Torito. Veinte minutos después, abrieron las puertas. No tengo la seguridad de las palabras, ni la fortaleza física necesaria, para describir lo que en mi cabeza y cuerpo se cocinaba adentro de esa Julia. No puedo ser el mismo después de eso; no puedo. En el torrente sanguíneo, así como en los sectores cerebrales del pensamiento terror - mágico, algo se abrió, o algo se cerró, que no me dejará ser el mismo después de eso.
Centro de Sanciones Administrativas El Torito
En la puerta de acceso al Torito, la mañana clareaba; algunos aviones bajos llenando el ruido en el cielo, único punto de referencia; estábamos formados. “Los llamo por su nombre y primer apellido; contesten con su segundo apellido, fuerte y claro”.
Noé Martín Hernández... Villalba;
Miguel Ángel Díaz... Pineda;
Pedro Odilón García... Ocampo;
José Ignacio Mateos... Rodríguez;
José Luis Cacho... Matamoros;
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Miguel Ángel Barretos... Castellanos;

De nuevo todas las pertenencias; la última llamada que salió de mi celular, un custodio forzándome a terminarla... justo cuando pude decir “Torito”. Dejar toda pertenencia; todo. Hasta los lentes; “... y si no tienen el vicio tan arraigado, también dejen los cigarros; quién sabe qué pueda pasar allá dentro.” A los nuevos separos; las celdas. Cuatro colchones en dos literas; colchones de plástico negro. Doce personas ahí; unos en el piso, otros compartiendo literas. De nuevo, intentado dormir antes de que nos pasaran al “servicio social” y nos dejaran hacer la pretendida llamada a la que tenemos derecho todos los arrestados. No debían pasar de las ocho de la mañana; el panorama era negro. Yo salía, según los cálculos que constaban en el oficio de sentencia de la Juez de lo Civil, a la una hora con cuarenta minutos del día lunes. Faltaban casi 18 horas. Las ocho que ya llevaba, se me habían convertido en varias eternidades; de que las tendría que aguantar, pues las aguantaría. Pero el panorama era negro.
Llegaron los demás. Venían de agencias de lo civil en el norte de la ciudad. Treinta en las dos celdas que quedaban a esa hora disponibles. Una tensa camaradería se imponía en medio de los vapores de la cruda, la pestilencia, la incomodidad y el desconcierto. Formábamos parte de un grupo selecto; no éramos la crema y nata, pero habíamos sido elegidos por las circunstancias. Por primera vez sentí que, tal vez, no corríamos más peligro que el que estuviésemos, todos, dispuestos a tolerar. Una camaradería levemente entendida, pero no menos agradecida para sanar una sensibilidad aniquilada.
La conversación, predecible pero pacífica y reconfortante:
“¿Dónde te agarraron?”
“No, pues por ahí de San Fernando y Periférico.”
“Tons eres del sur... a mi me agarraron en Masaryk, en Polanco... con otros tres güeyes que están en la otra celda.”
“¿Cuánto marcaste?”
“Apenas, pinche poli culero; tenía 45, jijodesuputamadre; pero un cabrón, el de la camisa azul, rompió récord: 95.”
“No mames, aquí este compadre, el que está dormido, tuvo 98.”
“¿Y cuánto le dieron?”
“La máxima: 36. Nomás que se despierte y le caiga el veinte, se lo va a cargar la verga.”
“¿Y tu, cuánto?”
“Me dieron 24 los ojetes; pero salí con 75, dizque por ‘buena conducta’.”
“No mames... allá en el norte, como que al Juez le dio güeva y nos puso parejo a todos 20.”
“¡No mames... qué buen pedo!.. a este cabrón, por hacerla de jamón, le dieron 30 y a mi 28... culeros.”
“Pasumecha... “
Y si, en efecto, cuando le cupo en la mente, que ya se estaba vaciando de euforia, sus 36 horas, le cayó encima el pánico de mil años.
Encerrados, unos dormían (los menos) otros rumiaban la lección que iniciaba apenas. Una plática de muchas voces, sin interrupciones, se estructuraba en el grupo. De pronto, habló Miguel, que a diferencia de todos los demás, sí parecía delincuente; con sus pantalones de mezclilla perfectamente manchados de aceite de auto, negro, espeso, su mirada vidriosa, su voz ronca, y sus maneras altaneras. Dos años en el Reclusorio Sur, de donde salió apenas, bajó caución, de un dictamen de cuatro años, tres meses, y dos días. Una Explorer que le llevaron para arreglarle los frenos, que los tenía hechos mierda. Que un trabajo urgente de unos cuates que ya conocía; la sacó a probar, y lo prendieron. Robo de vehículo. Dos años que no se los deseaba, ni se los deseará, a su peor enemigo. Todos los escuchamos atentos... un frío nos invadió cuando recordamos en dónde estábamos, y que nos faltaban todavía muchas horas.
Uno no deja de pensar en las diversas condiciones que nos pueden llevar a caer en un lugar como el Torito. O como el Reclusorio Sur, el Oriente, en fin. Puede ser un error; puede ser una circunstancia fortuita; puede ser algo que te cayó del cielo. Puede ser un momento de sombra; un instante solamente, lo que nos puede recluir y cambiar la vida para siempre. O puede ser la consecuencia lógica de una larga trayectoria; unas veces seguida con plena conciencia, otras, las menos, con un desconocimiento total. Pueden ser decisiones de vida y de muerte; pero aun así, no hay estoicismos que aguanten la vejación, la sordidez ni el tedio y la soledad de una cárcel. Si Miguel se lo buscó o no, nadie lo puede saber más que él; pero de que le cambió la vida, se la cambió. No sé qué tanto el Torito haya cambiado a los que ahí terminamos, con fortuna, una noche de copas al volante. Otros no terminan en el Torito, purgando condenas pactadas en horas; otros terminan tres bajo tierra, o purgando condenas eternas... principalmente con sus conciencias. Tuvimos suerte y estuvimos en el Torito; suena encarajado, pero en mucho, es verdad.
Los más riquillos de ahí, junto con el chico del cumpleaños, salieron con amparos. Yo lo consideré, en medio del tedio, en el patio bajo el sol de agosto; en algunos casos, dependiendo de la pericia del abogado, puede ser que un amparo los haya sacado de ahí sin terminar de purgar su condena, pero los condene a un interminable papaleo y desangrado financiero. En otros casos, tal vez, ni eso. ¿Habrán aprendido la lección? Espero que sí; pero no lo creo.
Cerca de las diez de la mañana, nos llevaron al patio. Ahí estaban los demás inquilinos del lugar. Desde peleadores de la calle, vendedores ambulantes, hasta franeleros y limpiaparabrisas. Mucho arrestado de poca monta, pero con mucha carga delincuencial. Así los describió “El Güero”, uno de los custodios más enfáticos y amenazantes: “excremento humano”.
Con cierto tino, mi nombre, apenas llegando al patio, fue voceado. Junto a un recado y una bolsa con dos Gatorades, una tarjeta de teléfonos salvadora. Llamé en ese instante, regresando a la línea vital de la comunicación con el exterior. “Nos vemos a las tres, durante los horarios de visita”. En medio de tantos hijos triunfadores, a mi se me dispensa que un domingo cualquiera, mis padres me visiten en la cárcel. Suena mejor de lo que en verdad es. Eso sí, los familiares no pueden ir vestidos de negro o kakhi, ni pueden llevar regalos en vidrio.
De lo peor que hay, es el tedio. El tiempo pasa lento en la cárcel. Dormir y estar; estar y dormir. En la peor de las circunstancias del estar y del dormir. Hasta las pláticas se hacían tediosas; las mismas preguntas, las respuestas que nos importaban ya muy poco. En ese caldo de cultivo tedioso y lento, el pánico se fue generando en muchos de los compañeros de celda. Afortunadamente, siempre hubo la manera de lidiar con el pánico de alguien más, y nunca se llegó a mayores.

Descripción:
Pintado en un verde hospital, consta de tres grandes galeras de celdas, la de Varios 1, Varios 2, y la de Desacato. Nosotros, cuando llegamos al Torito en domingo por la mañana, nos metieron a un par de celdas desocupadas en Varios 1; frente a nuestras celdas, del otro lado del pasillo, la única mujer de todo el lugar nos veía con una mezcla de desesperanza y lejanía que yo jamás había visto en alguien. Varios 1 tenía celdas en ambos lados de la galera, que tenía una reja que daba al patio, como las otras galeras. Sin embargo, Varios 2 y Desacato, sólo tenían celdas del lado derecho del pasillo. Nunca supe cuántas celdas tenía Varios 2; Desacato tenía cinco celdas con cuatro colchones cada una. Sólo estaban abiertas cuatro, pues la última estaba cerrada con candado y ahí se guardaban las mantas y cobijas que, en agosto, no eran necesarias. Ahí estuvimos, después de la comida, unas cuatro a cinco horas. El grupo, con los que salieron por amparo, y el gordo que se fue a solitario en parte por mi culpa, podía estar cómodo en la galera. En cambio, en Varios 2, que desde el patio se veía del mismo tamaño que Desacato, albergaba a más de sesenta. Nosotros éramos 17.
El patio medía unos 16 x 16 metros, y tenía la forma de un trapecio. A un costado de la entrada a las galeras, estaba el único teléfono; uno público que funciona con base en tarjeta telefónica. Hay que decirlo: la tarjeta telefónica nunca me fue tan amada; tablita de salvación. Detrás del teléfono, una mesa con utensilios de mesa, hechos en aluminio, se apilaban; al lado, la puerta al comedor, un salón con mesas largas de aluminio, a manera de bancas, y con sillas atornilladas, también de aluminio; pintado en un verde más oscuro, y con una ventana pequeña al fondo. Algunos cartelones estaban pegados: unos anunciaban que el personal del centro de detención no se hace responsable de los arreglos que los arrestados, o sus familiares, realicen; y otros, los más, sobre los doce puntos del programa de Alcohólicos Anónimos. En ese salón, fuera del horario de comidas, se realizan la visitas de los familiares.
A un costado de los galerones de celdas, se abría un espacio hacia otro patio más pequeño. Ahí se distinguía una placa que decía “Sala de Lectura”. Nunca accedimos a ese patio; ni mucho menos a la sala de lectura.
Las oficinas, por las que sólo pasamos al entrar y al salir del Torito, eran un miasma de mamparas blancas antiguas y maltratadas, vidrios de plástico corrugado, opacas, y mucha gente vestida de negro, como todos los custodios.
Las celdas de la galera de Desacato, permanecían cerradas, pero sin candado. Teníamos libertad para salir al pasillo y deambular por ahí, matando el tiempo. La reja principal de la galera sí permanecía cerrada. Cada celda tenía cuatro planchas de concreto, dos de cada lado de la reja. Algunas planchas estaban conectadas con una escalera para acceder a las de arriba; otras no. El techo de las celdas es de concreto y tiene una pendiente que permite tener más altura en la parte más cercana a la reja. El techo del pasillo, es de plástico corrugado y cuando cayó una tormenta, a eso de las cuatro de la tarde, el escándalo era insufrible. No quiero pensar lo que eso es en una tormenta nocturna; si bien el movimiento perpetuo de arrestados tampoco deja mucha tranquilidad para siquiera pensar en un sueño reparador.
El baño se encuentra al principio de cada galerón, junto a la reja principal. Tres excusados sin tapas, tres mingitorios, y unas regaderas. Inmundo, pero inevitable. Más cuando la razón por la que uno está ahí, lleva la penitencia de la cruda consigo.

Regreso

La tarde es densa, su tiempo espeso. Lo que mata es el tedio, se escucha por ahí; nada más exacto, nada más terrible. Aquí es cuando un par de crisis de angustia y/o pánico aparecen. El compañero de la botella de whiskey, el que carga encima la peor de las resacas, y la peor de las sentencias, 36 horas, comienza a desfigurar el rostro. El pánico se apodera de él cuando se da cuenta de que, aun después de este infierno, el tendrá que pasar por ahí otras 24. Lo ayudamos todos; la plática ligera, el fútbol, las estadísticas, la afición, la cercanía de, aunque sea, desconocidos. Cuesta; en sus ojos hay ausencia de toda razón. Como... como... como un apanicado... eso es. Poco a poco, tenemos tiempo para eso y mucho más, va cediendo. Se nos unen a la plática, aportan nuevas aficiones, nuevas voces. Nadie, desde que ingresé a los separos de Apache, ni yo, ha sonreído una sola vez. Estamos recién comidos algunos; otros sólo nos atrevimos a vaciar las jarras de agua de jamaica. El volcán de mis intestinos se ha decidido por lo que mi razón quiso evitar a toda costa: es necesario cagar. Tomo el rollo de papel sanitario que me hicieron llegar mis familiares, enrollo un tramo generoso en el antebrazo y cruzo la reja del galerón. Dejo el saco en un colchón, qué más da ya, y me voy a los retretes. Alguien está ahí, no importa, es insostenible mi situación; me sorprendo de lo sencillo que es, y de lo poco que ya me importa, sacar de mi cuerpo los incontables días de excesos, y las demasiadas horas ahí en el Torito, secretando mis dolores, mis pasiones y mis más profundos terrores. Nadie chistó; no soy el único. La limpieza es deficiente, insisto, qué más da. Regreso al colchón con una tranquilidad física que no había experimentado desde hace más de 20 horas. Logro dormir poco; el sueño interrumpido siempre por algún brinco anómalo de mi corazón, la falta de aire, la falta de todo. Angustia que no dejo salir; y por lo mismo, no la dejo dormir. Pero el cansancio es maldito; maldito. Como siempre, sólo queda esperar.
Las tres y las primeras visitas. No puedo imaginar lo que siente una visita al llegar a ese lugar que sólo conocí en la penumbra de una mañana infame, y en la oscuridad de la madrugada. Pero ahí llegaron; casi todos. Nos voceaban para darnos a firmar unas fichas que tenían enclipadas las identificaciones oficiales de nuestros visitantes. Lo esperaba con ansia; pero al mismo tiempo, me llenaba, por primera vez en todo este periplo, de vergüenza. En el comedor; una manzana recién lavada, un emparedado, una caja de dulces y unos chocolates, mismos que dejé en una silla, al final de la noche, para no ser amonestado al entrar a los galerones para esperar mi salida. Algunas palabras, muchos silencios. No hay mucho más qué hacer.
Con todo y todo, tiempo que pasa, falta más de lo imaginable. Otros casos de pánico y angustia; la misma dosis. Los que no podemos dormir más, o de plano dormir, ayudamos, nos acompañamos, nos platicamos lo mismo y nos respondemos sin entendernos, pero así es mejor. Las horas más largas son ahora. Las más espesas; el ambiente más denso. La lluvia quita el tedio, pero después se vuelve tedio por sí misma.

En más de una ocasión escuché decir: “por mil quinientos varos, mejor me quedo aquí a cumplir el arresto”. Muchos no lo hicieron; lo más, porque no sabíamos. Una medida de qué tan jodido, en más de un sentido, están los mexicanos.
Opiniones
INFORMACION EQUIVOCA
EN RELACION A LA NOTA DE LA PERIODISTA CLAUDIA BOLAÑOS DE EL UNIVERSAL ES TOTALMENTE EQUIVOCADA, PUES NO PERMANECEN LOS DETENIDOS EN SEPAROS, LOS TRASLADAN AL CENTRO DE TACUBA "TORITO" Y AHI RESULTA LA COSA PEOR, PORQUE LLEVAN A LOS DE LA LEY CIVICA, ALCOHOLIMETRO Y DESACATOS, SIENDO ESTE UN LUGAR INADECUADO EN TODOS SENTIDOS, PUES LOS TRATAN COMO DELINCUENTES NO COMO INFRACTORES A LA LEY CIVICA.
Enviado por brenda fresantel - 09-agosto-2004 a las 17:27

¿YA SABEN A DONDE LLEVAN A LOS INFRACTORES DE LA LEY CIVICA?
COMO DE COSTUMBRE TODO LO QUE COCINA EL PEJECHILLON ES UNA PORQUERIA, COMO SE PONE A HACER REFORMAS SI NO TIENE PREPARADA INFRAESTRUCTURA PARA DEPOSITAR A LOS INFRACTORES, PORQUE AL LUGAR DONDE LOS LLEVAN ES UNA VERDADERA PORQUERIA INDIGNA Y LA GENTE QUE TRABAJA AHI OTRA COCHINADA, TRATAN A LOS FAMILIARES QUE VAMOS A PEDIR INFORMACION CON LA PUNTA DEL PIE, NOS EXPONEN TENIENDONOS A MEDIA CALLE POR HORAS, PORQUE ELLOS SE AMURALLAN PARA QUE NO VEAMOS SUS CORRUPTELAS, NO HAY FUNCIONARIOS CON CRITERIO QUE DEN LA CARA, TODOS SE ESCONDEN O NI VAN A TRABAJAR, DEJAN ENCARGADOS A UNOS INEPTOS. SI QUIEREN APLICAR LA LEY CIVICA, PRIMERO PREPAREN PERSONAL HUMANIZADO, CON ETICA, Y EDUCACION NO LOS CARCELEROS QUE NO SABEN DISTINGUIR ENTRE FALTA ADMINISTRATIVA Y DELITO. IGUALMENTE VIGILEN QUE LOS QUE COBRAN COMO "JEFES" HAGAN GUARDIAS DIURNAS, NOCTURNAS Y DE SABADOS Y DOMINGOS NO DELEGANDO EN CUSTODIOS Y APRENDICES QUE NO SABEN NI EXPRESARSE, PERO QUE POR FAVORITISMO LOS DEJAN ADMINISTRANDO EL "NEGOCITO" LO QUE TAMBIEN RESULTA INTERESANTE ES SABER ¿QUE ESPERAN LOS DERECHOS HUMANOS PARA ACTUAR, EN ESTE ABUSO DE AUTORIDAD DE LOS QUE DIRIGEN EL CENTRO DE SANCIONES "TORITO".
Enviado por FAMILIA AZCARRAGA - 09-agosto-2004 a las 17:04
Tengo que estar en desacuerdo con la Familia Azcárraga (suena pesado, ¿no?). No tengo idea de cómo fue el trato con familiares afuera, por la sencilla razón de que yo no fui un familiar “afuera”, sino “adentro”. Pero tengo entendido que cuando llegó la Jefa, le recomendaron qué hacer y qué traerme y que me lo harían llegar. No estaba, por decirlo de alguna manera, recluido en una conferencia sobre mariposas monarca en el Hilton de Cancún; estaba yo en el Torito, Centro de Sanciones Administrativas. No me iban a tratar como un “huésped”. Era yo un arrestado con todo lo que ello implica. Y aun así, y tal vez porque espero muy poco de la gente y las cosas en estos casos, creo que hubo trato adecuado; estricto y un poco duro, pero pudo ser más duro y aun así, ser adecuado. Además, no creo que exista pendejo en este país, que quiera, ni mucho menos pueda, argumentar que la Ley Cívica, si es eso lo que aplica para el Alcoholímetro, sea inadecuada o inconstitucional. Que Derechos Humanos vaya, bien; pero que vaya para cambiar las cosas de cómo fueron para mí el domingo pasado, eso estaría mal. Traumático y todo; pero bien merecido. Y me imagino que alguno de los niños que estaban ahí conmigo, que salieron “amparados”, viene de la familia Azcárraga de arriba. Espero que cualquier amparo que sea iniciado contra la Ley Cívica, fracase; como espero que cualquier amparo que proceda contra una aplicación inadecuada de la Ley Cívica, proceda con todas las de la ley y lleve a sanciones severas a la autoridad incompetente.


La falta sistemática de cinturón, hacía que muchos de los que estábamos ahí, desplegáramos una tristísima figura con los pantalones casi en las rodillas; principalmente los del ala de “varios”; no tanto los del área de “desacato”.

Miércoles 11 de agosto de 2004.
Cuando es más peligroso; el dolor físico ha desaparecido, la memoria de todo ello se va diluyendo, se va adelgazando. Los espacios de la euforia se abren, misteriosamente, ante la menor provocación; los días son inmensos; el futuro, nuestro. Hemos bajado la guardia porque, de pronto, ya no somos vulnerables. Aquí, ahí, es cuando todo se vuelve más peligroso. Regresa la osadía y la liviandad. Regresa a nuestro andar el resorte jovial y pedante. Regresan, selectivamente, los recuerdos de éxtasis y desmesura. Aquí, ahí, ahora, es cuando todo se vuelve más peligroso. Porque es cuestión de una decisión nimia, una decisión fugaz, un dejo del pincel; para que todo se olvide... y por el siguiente instante, el cuerpo, con toda su inmediatez, mande...
... sólo para vernos regresar, tal vez en otro domingo cualquiera, abatidos como nunca antes. Siempre con una nueva definición, cada vez más categórica, de lo que puede ser el infierno en la tierra. ¿Será?

Mítico Seiko


Con un valor personal (el que cargo conmigo con alegría y responsabilidad) que va más allá de lo que su estampa y su historia pudieran, ya de sí, suponer, se presenta este robusto modelo. Algunos claman esta máquina, la 6139 de Seiko, es la primera que logró combinar la cuerda automática con la función de cronógrafo. Se lo disputan en Suiza, claro está...